La aventura de la Arapiles
Por Ignacio Monzón, 19 de julio de 2010
Es triste que una de las aventuras más arriesgadas y bienintencionadas de la Arqueología española haya pasado tan desapercibida. Un viaje en barco por el Mediterráneo, la búsqueda de objetos y la intención de aprender fueron las enseñas de un periplo que, iniciado con muchas esperanzas, tuvo más de un bache.
En los institutos y facultades de España, cuando toca tratar el siglo XIX español no son pocos los que bostezan o piensan que no es el mejor momento de la Historia de la Península. Y no es algo que carezca de razones. Durante mucho tiempo se ha explotado, quizá en demasía, los enormes entuertos políticos y la inestabilidad que generaron, con grandes cambios de gobierno y una serie de problemas económicos galopantes que ni con las cacareadas desamortizaciones se solventaron. Pero en todo punto donde hay sombras existen luces, aunque las primeras sean más largas, más importantes o más numerosas –otras veces puede ser al revés-. El caso de la aventura de la Arapiles puede verse como una luz –tenue, dirían algunos, pero luz al fin y al cabo- que sentó precedente, si bien no pudo o no se quiso continuar.
Una coyuntura poco favorable
Durante los días del efímero Amadeo I (1871-1873) el mundo de la Historia en España estaba iniciando sus pasos hacia la consolidación como ciencia. Los yacimientos se empezaban a excavar de forma rigurosa y los objetos y documentos se revisaban con una metodología moderna. Incluso en 1867 se había fundado, todavía bajo la égida de Isabel II, el Museo Arqueológico Nacional, -en una ubicación diferente a la actual, que se encontraba en obras- con el propósito de convertirse en un organismo cultural de primera magnitud.
Fue en semejante institución –que como cualquier museo no es un mero almacén de artefactos- donde se gestó una idea de lo más ambiciosa. Si Napoleón Bonaparte había partido con un contingente de sabios y doctos en su famosa expedición a Egipto (1798-1801), recabando una enorme cantidad de información –aunque buena parte de los objetos que sacaron del País del Nilo se las requisaron los británicos-, España, modestamente, podía seguir esa estela. El proyecto, ideado y desarrollado por Juan de dios de la Rada y Delgado, se concibió con fines múltiples. El viaje por el Mediterráneo, además de conseguir objetos de interés para los fondos del museo, pretendía documentar las prácticas en otros museos para aprender de ellos –un primer paso de la museología- y establecer relaciones diplomáticas y comerciales con otros puntos del antiguo Mare Nostrum.
A pesar de que las condiciones del país no eran las más afortunadas, debido a las crisis políticas y económicas y a la pérdida paulatina de los territorios transoceánicos, el gobierno probablemente vio en este proyecto una buena publicidad para un rey que necesitaba afianzarse. Por eso, el 10 de junio de 1871, se promulgó una Real Orden por la que se autorizaba la expedición. Hasta se dispuso una nave de guerra para servir de transporte, elegida especialmente por el ministro de Marina, José María de Berenguer. El buque, la Arapiles, era una fragata blindada construida en el Reino Unido que en esos momentos era uno de los exponentes más modernos de la flota. De hecho había sido enviada a Nápoles para formar parte de una exposición marítima. El vehículo llevaría a una Comisión Científica formada por tres especialistas: Juan de Dios de la Rada, impulsor de la idea, sería el líder por su alta formación en Arqueología, Numismática y Diplomática, Jorge Zammit y Romero el epigrafista e intérprete y finalmente Ricardo Velázquez Bosco, que como sus apellidos indican –una de esas ironías de la Historia- se ocuparía del dibujo y la fotografía. Por supuesto, se les dotó económicamente para los gastos del viaje y la adquisición de piezas, avisando a los diferentes consulados españoles para que se les prestara toda la ayuda posible. Así, el 28 de Junio partieron en tren hacia Bayona, llegando a Nápoles el día 30, donde les esperaba su transporte.
Comienza el viaje
La primera fase del viaje consistió en la exploración de la costa sur de Italia por el Mar Tirreno, comenzando por la mismísima Nápoles. Visitaron el Museo Borbónico, organizado por Giuseppe Fiorelli y nutrido con restos de los grandes yacimientos de la zona: Pompeya, Herculano, Stabia, Puteoli, etc., que lógicamente también fueron visitados por los tres sabios. El día 7 de Julio embarcaron rumbo a Palermo, más un brote de viruela en la ciudad les obligó a desviarse a Messina, antigua colonia griega en Sicilia que controlaba el paso marino al que da nombre. Recorrieron la zona y se acercaron a Taormina, otra antigua urbe helena dotada de un magnífico teatro cuyas ruinas todavía se enseñorean, después a Catania, más al sur y por último a la gloriosa Siracusa, que curiosamente fue descrita por Juan de Dios como “decepcionante”. Poco más de la isla pudieron recorrer, pero lo registraron todo con detalle, adquiriendo algunas monedas, restos de terracotas y varios vasos griegos –incluyendo los ejemplares del Gabinete del Barón de Útica-. Pero como las cosas tienden a torcerse en el mejor de los momentos, aquí el viaje estuvo a punto de acabar. El dinero destinado a las dietas de la comisión y la compra de objetos estaba a punto de agotarse ya que el presupuesto debía sufragar también los víveres de la tripulación y el combustible. Afortunadamente el comandante de la nave, Don Ignacio García de Tudela, les prestó lo necesario para continuar con el viaje.
De la zona italiana pasaron rápidamente a la griega, arribando al puerto ateniense del Pireo el día 16 de julio. Gracias al Vicecónsul español Don Enrique Gaspar y a la generosidad del banquero Juan Bautista Serpieri, la comisión de Juan de Dios pudo cargar en el barco una buena cantidad de objetos interesantes: vaciados de yeso del Partenón, esculturas de mármol, terracotas y casi 60 vasos griegos de diferentes estilos desde el Geométrico (s. VIII-VII a. C.). Estos tesoros se acompañaron de dibujos, fotografías y descripciones de la capital griega, elaborados en los seis días de permanencia. De la zona del Ática pasaron a Besika, en Asia Menor, con la constante mengua del dinero y del carbón para las calderas y de allí a la zona norte de Asia Menor.
La siguiente parada era obligada. Ni más ni menos que un yacimiento descubierto el año anterior y cuya repercusión había conmovido el mundo de la Historia: Troya. Juan de Dios relató cómo tuvieron que desplazarse en una barca, remando ellos mismos y poniendo el pie en las húmedas arenas cercanas a la colina de Hissarlik. Era la primera vez que unos españoles llegaban a una de las ciudades más famosas de la Antigüedad. Después de recoger algunas piezas arquitectónicas –imagino que de forma legal-. El día 26 el barco llegó a Chanal-Kalen, pero debido al Tratado de París (1814) los buques de guerra no podían traspasar ese punto. Notificada la situación a la misión diplomática española en Estambul, recibieron la visita del Vicecónsul Don Francisco Carabeli, que se personó en un trasporte con víveres, dinero y 225 toneladas de carbón para las calderas del barco. También les ofreció llevarles hasta la antigua capital de la Pars Orientis del Imperio. Una vez allí recorrieron la ciudad y describieron sus monumentos, entre ellos los custodiados en el Museo Imperial, aprovechando para solicitar fondos, vía telegrama, al director del Museo Arqueológico Nacional. Tristemente la ayuda fue rechazada.
La recta final
El día 9 de agosto zarparon rumbo a Mitilene, en Asia Menor, donde examinaron también un museo que no impresionó a Juan de Dios. Más al Sur, en Smirna, el cónsul de Suecia y Noruega –por aquél entonces formaban un solo país-, el señor Spieglthal, les guió por la zona, dándoles oportunidad de adquirir una cierta cantidad de piezas que aumentaron aún más la deuda que tenían con el capitán de la nave. Los “trofeos” de la expedición eran muy suculentos pero sin ayudas económicas y con casi medio viaje todavía pendiente –y eso sin contar con el regreso- el periplo tuvo que recortarse. Visitando fugazmente las islas de Scio –una de las supuestas patrias de Homero-, Samos y Rodas y pasando de largo de Éfeso llegaron a Chipre, tierra riquísima en lugares de interés histórico. No obstante el problema financiero les dejó un amargo sabor de boca al no poder adquirir ninguno de los objetos que se les presentaron. Solamente gracias a la generosidad de un comerciante italiano, de nombre Colucci, pudieron cargar en el barco 30 piezas cerámicas y varios fragmentos escultóricos.
Finiquitada la aventura helénica llegaron al puerto de Beirut el 25 de Agosto. Allí el señor Tyan, de la embajada española, les sirvió de cicerone, llevándoles a Damasco, descrita por Juan de Dios como una réplica de su Almería natal. La escasez de fondos no representó quizá un problema tan agudo en esta zona, dado que los integrantes eran cristianos y la visita a los Santos Lugares les sirvió de “consuelo”. Lo peor estaba por llegar.
El día 4 de septiembre la fragata arribaba, con no poca suerte, en el puerto de Alejandría. Es posible que en este punto la comisión sintiera más profundamente la falta de ayuda de su propio museo. Sin dinero para compras y con unos víveres y combustible racionados, apenas se pudieron aventurar más allá de la ciudad, sin llegar siquiera a El Cairo o a otros puntos de interés. Con algo de apoyo, quién sabe los objetos que podrían haber traído –aunque los pocos que consiguieron fueron de lo más apreciados- y las concesiones para excavaciones arqueológicas que se podrían haber conseguido. Incluso el mismo capitán Tudela telegrafió al Ministerio de Marina pidiendo socorros, pues el viaje de vuelta no ofrecía muchas esperanzas de ser llevado a buen puerto. Finalmente y tras echar un vistazo al reciente Canal de Suez (1869), el día 7 de septiembre emprendieron el camino de vuelta, arribando en Malta ocho días más tarde. Allí pudieron reabastecerse gracias a la ayuda que llegó de España.
Balance de la aventura
El día 22 de septiembre la fragata echaba el ancla en el puerto de Cartagena, permaneciendo todos en el navío durante tres días por motivos sanitarios. Los casi 90 días de viaje rentaron 22 cajones cargados de objetos de gran valor y una enorme cantidad de fotografías, dibujos y descripciones de yacimientos y ciudades del Mediterráneo central y oriental. El mismo líder y artífice de la expedición, Juan de Dios de la Rada y Delgado expuso, ante los miembros del M.A.N. y las autoridades científicas del país, todas las aventuras y desventuras de semejante experimento, llegando a escribir un libro sobre ello: “Viaje a Oriente de la Fragata Arapiles”. Lamentablemente la experiencia no sentó cátedra y esta empresa quedó como uno de los episodios más curiosos y anecdóticos de la historia de nuestro gran museo.
En los institutos y facultades de España, cuando toca tratar el siglo XIX español no son pocos los que bostezan o piensan que no es el mejor momento de la Historia de la Península. Y no es algo que carezca de razones. Durante mucho tiempo se ha explotado, quizá en demasía, los enormes entuertos políticos y la inestabilidad que generaron, con grandes cambios de gobierno y una serie de problemas económicos galopantes que ni con las cacareadas desamortizaciones se solventaron. Pero en todo punto donde hay sombras existen luces, aunque las primeras sean más largas, más importantes o más numerosas –otras veces puede ser al revés-. El caso de la aventura de la Arapiles puede verse como una luz –tenue, dirían algunos, pero luz al fin y al cabo- que sentó precedente, si bien no pudo o no se quiso continuar.
Una coyuntura poco favorable
Durante los días del efímero Amadeo I (1871-1873) el mundo de la Historia en España estaba iniciando sus pasos hacia la consolidación como ciencia. Los yacimientos se empezaban a excavar de forma rigurosa y los objetos y documentos se revisaban con una metodología moderna. Incluso en 1867 se había fundado, todavía bajo la égida de Isabel II, el Museo Arqueológico Nacional, -en una ubicación diferente a la actual, que se encontraba en obras- con el propósito de convertirse en un organismo cultural de primera magnitud.
Fue en semejante institución –que como cualquier museo no es un mero almacén de artefactos- donde se gestó una idea de lo más ambiciosa. Si Napoleón Bonaparte había partido con un contingente de sabios y doctos en su famosa expedición a Egipto (1798-1801), recabando una enorme cantidad de información –aunque buena parte de los objetos que sacaron del País del Nilo se las requisaron los británicos-, España, modestamente, podía seguir esa estela. El proyecto, ideado y desarrollado por Juan de dios de la Rada y Delgado, se concibió con fines múltiples. El viaje por el Mediterráneo, además de conseguir objetos de interés para los fondos del museo, pretendía documentar las prácticas en otros museos para aprender de ellos –un primer paso de la museología- y establecer relaciones diplomáticas y comerciales con otros puntos del antiguo Mare Nostrum.
A pesar de que las condiciones del país no eran las más afortunadas, debido a las crisis políticas y económicas y a la pérdida paulatina de los territorios transoceánicos, el gobierno probablemente vio en este proyecto una buena publicidad para un rey que necesitaba afianzarse. Por eso, el 10 de junio de 1871, se promulgó una Real Orden por la que se autorizaba la expedición. Hasta se dispuso una nave de guerra para servir de transporte, elegida especialmente por el ministro de Marina, José María de Berenguer. El buque, la Arapiles, era una fragata blindada construida en el Reino Unido que en esos momentos era uno de los exponentes más modernos de la flota. De hecho había sido enviada a Nápoles para formar parte de una exposición marítima. El vehículo llevaría a una Comisión Científica formada por tres especialistas: Juan de Dios de la Rada, impulsor de la idea, sería el líder por su alta formación en Arqueología, Numismática y Diplomática, Jorge Zammit y Romero el epigrafista e intérprete y finalmente Ricardo Velázquez Bosco, que como sus apellidos indican –una de esas ironías de la Historia- se ocuparía del dibujo y la fotografía. Por supuesto, se les dotó económicamente para los gastos del viaje y la adquisición de piezas, avisando a los diferentes consulados españoles para que se les prestara toda la ayuda posible. Así, el 28 de Junio partieron en tren hacia Bayona, llegando a Nápoles el día 30, donde les esperaba su transporte.
Comienza el viaje
La primera fase del viaje consistió en la exploración de la costa sur de Italia por el Mar Tirreno, comenzando por la mismísima Nápoles. Visitaron el Museo Borbónico, organizado por Giuseppe Fiorelli y nutrido con restos de los grandes yacimientos de la zona: Pompeya, Herculano, Stabia, Puteoli, etc., que lógicamente también fueron visitados por los tres sabios. El día 7 de Julio embarcaron rumbo a Palermo, más un brote de viruela en la ciudad les obligó a desviarse a Messina, antigua colonia griega en Sicilia que controlaba el paso marino al que da nombre. Recorrieron la zona y se acercaron a Taormina, otra antigua urbe helena dotada de un magnífico teatro cuyas ruinas todavía se enseñorean, después a Catania, más al sur y por último a la gloriosa Siracusa, que curiosamente fue descrita por Juan de Dios como “decepcionante”. Poco más de la isla pudieron recorrer, pero lo registraron todo con detalle, adquiriendo algunas monedas, restos de terracotas y varios vasos griegos –incluyendo los ejemplares del Gabinete del Barón de Útica-. Pero como las cosas tienden a torcerse en el mejor de los momentos, aquí el viaje estuvo a punto de acabar. El dinero destinado a las dietas de la comisión y la compra de objetos estaba a punto de agotarse ya que el presupuesto debía sufragar también los víveres de la tripulación y el combustible. Afortunadamente el comandante de la nave, Don Ignacio García de Tudela, les prestó lo necesario para continuar con el viaje.
De la zona italiana pasaron rápidamente a la griega, arribando al puerto ateniense del Pireo el día 16 de julio. Gracias al Vicecónsul español Don Enrique Gaspar y a la generosidad del banquero Juan Bautista Serpieri, la comisión de Juan de Dios pudo cargar en el barco una buena cantidad de objetos interesantes: vaciados de yeso del Partenón, esculturas de mármol, terracotas y casi 60 vasos griegos de diferentes estilos desde el Geométrico (s. VIII-VII a. C.). Estos tesoros se acompañaron de dibujos, fotografías y descripciones de la capital griega, elaborados en los seis días de permanencia. De la zona del Ática pasaron a Besika, en Asia Menor, con la constante mengua del dinero y del carbón para las calderas y de allí a la zona norte de Asia Menor.
La siguiente parada era obligada. Ni más ni menos que un yacimiento descubierto el año anterior y cuya repercusión había conmovido el mundo de la Historia: Troya. Juan de Dios relató cómo tuvieron que desplazarse en una barca, remando ellos mismos y poniendo el pie en las húmedas arenas cercanas a la colina de Hissarlik. Era la primera vez que unos españoles llegaban a una de las ciudades más famosas de la Antigüedad. Después de recoger algunas piezas arquitectónicas –imagino que de forma legal-. El día 26 el barco llegó a Chanal-Kalen, pero debido al Tratado de París (1814) los buques de guerra no podían traspasar ese punto. Notificada la situación a la misión diplomática española en Estambul, recibieron la visita del Vicecónsul Don Francisco Carabeli, que se personó en un trasporte con víveres, dinero y 225 toneladas de carbón para las calderas del barco. También les ofreció llevarles hasta la antigua capital de la Pars Orientis del Imperio. Una vez allí recorrieron la ciudad y describieron sus monumentos, entre ellos los custodiados en el Museo Imperial, aprovechando para solicitar fondos, vía telegrama, al director del Museo Arqueológico Nacional. Tristemente la ayuda fue rechazada.
La recta final
El día 9 de agosto zarparon rumbo a Mitilene, en Asia Menor, donde examinaron también un museo que no impresionó a Juan de Dios. Más al Sur, en Smirna, el cónsul de Suecia y Noruega –por aquél entonces formaban un solo país-, el señor Spieglthal, les guió por la zona, dándoles oportunidad de adquirir una cierta cantidad de piezas que aumentaron aún más la deuda que tenían con el capitán de la nave. Los “trofeos” de la expedición eran muy suculentos pero sin ayudas económicas y con casi medio viaje todavía pendiente –y eso sin contar con el regreso- el periplo tuvo que recortarse. Visitando fugazmente las islas de Scio –una de las supuestas patrias de Homero-, Samos y Rodas y pasando de largo de Éfeso llegaron a Chipre, tierra riquísima en lugares de interés histórico. No obstante el problema financiero les dejó un amargo sabor de boca al no poder adquirir ninguno de los objetos que se les presentaron. Solamente gracias a la generosidad de un comerciante italiano, de nombre Colucci, pudieron cargar en el barco 30 piezas cerámicas y varios fragmentos escultóricos.
Finiquitada la aventura helénica llegaron al puerto de Beirut el 25 de Agosto. Allí el señor Tyan, de la embajada española, les sirvió de cicerone, llevándoles a Damasco, descrita por Juan de Dios como una réplica de su Almería natal. La escasez de fondos no representó quizá un problema tan agudo en esta zona, dado que los integrantes eran cristianos y la visita a los Santos Lugares les sirvió de “consuelo”. Lo peor estaba por llegar.
El día 4 de septiembre la fragata arribaba, con no poca suerte, en el puerto de Alejandría. Es posible que en este punto la comisión sintiera más profundamente la falta de ayuda de su propio museo. Sin dinero para compras y con unos víveres y combustible racionados, apenas se pudieron aventurar más allá de la ciudad, sin llegar siquiera a El Cairo o a otros puntos de interés. Con algo de apoyo, quién sabe los objetos que podrían haber traído –aunque los pocos que consiguieron fueron de lo más apreciados- y las concesiones para excavaciones arqueológicas que se podrían haber conseguido. Incluso el mismo capitán Tudela telegrafió al Ministerio de Marina pidiendo socorros, pues el viaje de vuelta no ofrecía muchas esperanzas de ser llevado a buen puerto. Finalmente y tras echar un vistazo al reciente Canal de Suez (1869), el día 7 de septiembre emprendieron el camino de vuelta, arribando en Malta ocho días más tarde. Allí pudieron reabastecerse gracias a la ayuda que llegó de España.
Balance de la aventura
El día 22 de septiembre la fragata echaba el ancla en el puerto de Cartagena, permaneciendo todos en el navío durante tres días por motivos sanitarios. Los casi 90 días de viaje rentaron 22 cajones cargados de objetos de gran valor y una enorme cantidad de fotografías, dibujos y descripciones de yacimientos y ciudades del Mediterráneo central y oriental. El mismo líder y artífice de la expedición, Juan de Dios de la Rada y Delgado expuso, ante los miembros del M.A.N. y las autoridades científicas del país, todas las aventuras y desventuras de semejante experimento, llegando a escribir un libro sobre ello: “Viaje a Oriente de la Fragata Arapiles”. Lamentablemente la experiencia no sentó cátedra y esta empresa quedó como uno de los episodios más curiosos y anecdóticos de la historia de nuestro gran museo.
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