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Cuentan que un rey del siglo XVII, harto de las moscas que,
a millones, se habían hecho fuertes en las putrefactas letrinas
del palacio, en vez de ordenar que se lavaran con espíritu de
sal, amoniaco, lejías y miles de baldes de agua caliente,
dejó la limpieza en manos de un general de artillería. Y este,
cuadriculado, ordenó el bombardeo de los retretes o
excusados durante toda una tarde.
La consecuencia, obviamente, genial: las moscas
desaparecieron,
pero los evacuatorios también.
Algo así acaba de pasar con un muelle de Sardina,
el “del Estado”. Como la mar, hace unos meses, se
llevó toda la escollera, y había penetrado en la base
del mismo, al general de turno se lo ocurrió una idea
encumbrada para que la natural acción no volviera a
producirse. Así, efectivo y contundente, ordenó que
inmensos bloques de cemento, de miles de kilos, se
depositaran en el mismo piso del muelle, en vez de
hacer un dique de defensa contra el oleaje.
Resultado: se cargó la mitad del muelle, la zona de pesca,
el atraque para las falúas por la escalinata, los noráis, y la
serena conjunción con el medio.
Ahora, la mar ya no moverá los bloques, pero, así como el rey se
quedó con el culo al aire, Sardina perdió el muelle.
Y, lo peor, para toda la vida.
Honor y gloria para el general y su estado mayor.
Nicolás Guerra Aguiar
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