Por Carlos F. Rigalt y
En el reciente simposio de Arqueología celebrado esta semana se habló de nuevo del descubrimiento realizado por un buzo aficionado hace 20 años.
Hace 2 mil años el lago de Atitlán tenía una isla. No era muy grande, apenas medía algo así como 5 cuadras de largo y 3 de ancho. La atravesaba un canal, lo que la hacía partirse en 2 y estaba poblada por precursores de la civilización maya.Aunque por su reducido tamaño no era una gran ciudad, más bien una “aldea”, según, Sonia Medrano, arqueóloga, sus pobladores desarrollaron un sistema donde ya se daban divisiones de clases sociales y diferenciación del trabajo.
La isla quedaba al sur del lago, en el área situada frente a las faldas del volcán Santiago. Sus habitantes pertenecían al período Preclásico Tardío, que abarcó desde 400 a.C. a 100 d.C. Específicamente, vivieron entre el 200 a.C. y 200 d.C. en la isla.
Fue en poblados como esa pequeña isla en el lago de Atitlán; en Takalik Abak al sur del país; en Kaminal Juyú o el Naranjo, en el valle de la ciudad capital, que comenzó a surgir la gran civilización maya. “Muchas de las instituciones del período Clásico Maya surgieron durante el período Clásico Tardío”, dice el arqueólogo norteamericano Robert Sharer, como indica el libro La Civilización Maya.
Según él, fue en este período donde las investigaciones dan cuenta de un rápido crecimiento de población y el desarrollo de clases sociales –organización estratificada– que se reflejan en carcterísticas como los elaborados restos funerarios y las enormes estructuras ceremoniales que albergaban artefactos para las actividades rituales, así como un estilo de arte “típicamente maya”.
Pero no se sabe mucho de esta isla hoy en día, pues su descubrimiento es reciente. Sólo que por alguna razón el nivel del lago ascendió más de 30 metros de forma anormal hace 2 mil años y que aunque sus habitantes probablemente lograron escapar (“no se quedaron, tenían lanchas. La inundación del lago fue súbita pero no violenta”, dice Medrano), la aldea quedó sumergida para siempre.
“Desde niño me pasaba mucho tiempo en Atitlán y me preguntaba: ¿qué pasó aquí, en este entorno mágico?”. - Roberto Samayoa Asmus, descubridor del sitio arqueológico Samabaj.
Tras la pista
Veinte siglos más tarde, Roberto Samayoa Asmus acostumbraba bucear en el lago. En 1994, a 80 pies de profundidad en la parte sur del mismo encontró una vasija. Esto despertó su curiosidad y comenzó a bucear disciplinadamente en el área los fines de semana.Comenzó a notar cosas extrañas. Como una especie de “grada” o plataforma que circundaba el lago a 80 pies de profundidad, como si algún evento climatológico la hubiera causado.
Durante sus buceos observó también que los pescadores de cangrejos lanzaban un cordel con carnada amarrado a una gran piedra y al arrastrarlo por el fondo del lago destruían lo que estaba a su paso, dejando una huella entre rocas removidas y vasijas quebradas. “Me dije: ¡Aquí vivió gente”, comenta.
Las plataformas que indicaban la posibilidad de una línea de playa sumergida metros abajo y las nuevas piezas que iba encontrando lo llevaron a suponer que algo había acontecido en tiempos remotos que había hecho que el nivel del agua del lago se elevara súbitamente y dejara sumergidas pruebas de la existencia de un poblado en el fondo.
Con esa información acudió al Instituto de Antropología e Historia para compartir su descubrimiento. El nuevo sitio fue nombrado Samabaj en 1998, una combinación de su apellido, Samayoa, y un nombre maya que significa “piedra de”.
En 1999 se realizó el primer reconocimiento arqueológico del sitio con el apoyo del arqueólogo Henry Benitez. En el Simposio de Arqueología del 2000 se informó del sitio a la comunidad científica.
Única en Mesoamérica
La presencia de una aldea sumergida en el “lago más bello del mundo” es quizá lo único que le hacía falta a Atitlán. Sin embargo, aunque su existencia ha sido dada a conocer por la prensa, continúa casi sin conocerse por el público. Es como si fuera un “mito moderno”, dice Medrano.Para ella, el mérito de Roberto Samayoa Asmus es grande. Cuando ella se sumergió por primera vez junto a la arqueóloga Adriana Linares, quien acompaña a Samayoa, sintió una gran sorpresa. “Nos sumergimos sin tener idea de lo que íbamos a ver”.
“Al ir buceando y acercarse, no es fácil imaginar que fue un poblado… Hay muchas cosas ahí abajo que confunden, piedras… Además no es fácil orientarse. Roberto tuvo que haber tenido dificultades para hacerlo. Hace 20 años no había GPS para entrar al fondo del lago por el mismo lugar”.
La importancia del sitio no es sólo turística. Para la arqueología internacional es la “primera aldea sumergida” que existe en Mesoamérica.
Samayoa ha contado con el apoyo de instituciones nacionales como Aporte para la descentralización cultural (Adesca) o el Instituto de Antropología e Historia, e internacionales como la Fundación Reinhart y el Instituto Scripps de Oceanografía de San Diego, California.
Al momento, sólo él, las arqueólogas y pocas personas conocen las coordenadas exactas de la aldea subacuática, pues temen la llegada de depredadores. Las piezas que han extraído pueden apreciarse en el Museo de Arqueología Lacustre del Lago de Atitlán, en Panajachel.
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